Cuando crucé por milésina vez el puente Pedro de Valdivia, me detuve un momento a contemplar el paisaje nublado y a meditar sobre el poco tiempo que me quedaba. Observé las riberas del río, el contraste entre el concurrido e histórico mercado fluvial y el solitario MAC, en la ribera contraria.
Una tradicional lancha de paseo se acercaba navegando en medio de las calmas y grisáceas aguas. Capturé algunas imágenes, temporalmente en la memoria del teléfono, para siempre en la retina y continué disfrutando de la melancólica vista invernal, tan familiar desde aquellos eternos cinco años. Miré hacia el lado, una mujer, de unos cincuenta años, también se deleitaba con la escena, absorta en
la belleza policroma de Valdivia.
Como buena melómana, mi banda sonora, Tres Libras y una avalancha de recuerdos en 3:39, en esos tiempos comenzábamos a derrotarnos. Me pregunté si las personas que encadenaron su "amor eterno" al puente y arrojaron la llave al río para sellar la unión, permanecerán juntas y vivas por la ilusión, metal de cadenas oxidadas, sentimientos olvidados. ¿Qué sería también de las almas dolientes que se arrojaron al maternal lecho del río? En aquella mole de concreto, testigo silente de su fin, aval de un funesto ciclo concluido. Me pregunté también dónde se guarecen del frío los lobos, amigos incondicionales de los turistas veraniegos, que rápidamente olvidan el sur, siguiendo al sol, pero que siempre regresan. Los divisé a lo lejos, del otro lado del puente, hambrientos de selfies con los viajeros. Me imaginé remando hacia la desembocadura, donde las aguas se abren paso en medio de los fiordos verdosos, para reunirse con el océano en un abrazo salobre.
Continué mi camino, cruzando la vista con la mujer observadora, que aún permanecía a mi lado, ambas sonreímos, es seguro que para las dos, esos minutos detenidas en la mitad del puente, detonaron un arsenal de estruendos recuerdos de frío y lluvia.
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