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Ficciones urbanas


Cuando estuvo al tanto, imaginó que esta vida era una prolongación de sus amarguras y lamentó el descuido. El resultado: un ser macrocéfalo de huesos endebles y deformados, con enormes  ojos y oscura piel. Tras una infinidad de costalazos, este aborto fallido, a los diecisiete meses pudo poner sus arqueados huesos a andar, obtener la primera cicatriz de guerra,  sentir la inicial e inevitable quemadura y llorar sin consuelo por esa marcha atrás que lo hizo colisionar con un metro cuadrado de cactus. “Las espinas se aflojan con aceite de comer” le dijo, y aplicó con un algodón el tratamiento ancestral de las familias chilenas, para retirar las púas y que el ser macrocéfalo dejase de proferir sus agudos chillidos y agitar sus brazos como un pulpo.
Creció, con el tiempo se fue volviendo agraciadito, eufemismo que utilizan las viejas cuando no quieren reconocer lo horripilante de sus retoños. Y elocuente, como el abuelo, que podía ocultar sus amoríos por medio de la brillante oratoria. La gracia del fin de semana, era pararse sobre una silla y cantar, o recitar alguna ronda de Gabriela Mistral, de esas que la gente encuentra tiernas, aunque hablen de niños sin zapatos, sin futuro y con hambre crónica.
No quiere mirar, no quiere estar ahí, preferiría arrojarse a la tumba abierta, que en ese momento aguarda el féretro de la mamá Minda, minutos antes de que descienda hacia el olvido. ¡Chancho asqueroso, debería darte vergüenza a tus años! Quiere que su madre vuelva, para que lo libere de las humillaciones de su tía, quién lo retiene de un brazo, obligándole a ver y oler esa aureola amarilla en medio de la sábana. Ha llorado hasta la deshidratación, de seguro esa noche no se orinará. A la semana siguiente, fallece su abuela paterna, la que almacenaba galletas, frutos secos  y confites en ese mueble estilo Luis XVI con una cerradura infranqueable: “El que guarda siempre tiene”. De la misma manera que guardaba las delicias bajo llave, guardó el secreto hasta que su cáncer estaba avanzado. “No quiero que me mutilen, Dios me hizo así y así me entrego a su reino”. Dos muertes en una semana, sin duda, una debacle familiar. Pero dicen que la alegría ya viene, el país se comienza a levantar de su propia debacle. Va a caer, el gorila va a caer del patio de los naranjos y saldrá por fin el arcoíris, tras esas nubes lánguidas de la abatida ciudad. Mientras tanto, del cielo caen pequeños paracaídas con bolsitas de arena propagandeando el SI.

No es un ángel, es el voluntario de la Sexta Compañía de Bomberos, quién le explica que todo va a salir bien, pero que no haga ni tal de moverse. El Nancho está angustiado, si ve la patrulla venir, huirá despavorido, en el taller se lo van a comer vivo por haber sacado el auto sin autorización, en el juzgado se lo harán chupete por conducir en ese estado, con la licencia vencida. Al taxista tampoco le conviene que se inmiscuyan los pacos, no tiene el permiso de circulación al día, no está en recorrido y una hora antes se perdió en un pasaje oscuro paralelo a Avenida Matta.  “Lo solucionamos a lo amigo”...

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